lunes, 18 de marzo de 2024

UNA INCURSIÓN INVERNAL EN LA CASA DE CAMPO

Me encantó estar allí, era como estar escondido para que nadie me viera, pero sin que nadie me estuviera buscando, o al menos eso creía.

El tiempo era tan manso que se dejaba acariciar por una lluvia casi inexistente.

Pero, en realidad, lo que caía no era lluvia, o no era caer lo que la lluvia hacía, pues me encontraba rodeado de una niebla espesísima y era en su interior donde se formaban las gotas que habían comenzado a empaparme. 

Me encantó subirme a la escalera para llegar hasta las mandarinas más altas. A veces era necesario introducir la cabeza por entre las ramas si quería alcanzar los racimos más profundos. Es difícil describir el placer de sentir en las mejillas y en los párpados la fina capa de agua que cubría las hojas. Aspiré allí dentro el olor a mandarinas, como si mi cabeza, ya enteramente mojada, formara parte del árbol.

Yo aún no estaba acostumbrado a la casa. Recogí el cuerpo de un lagarto tendido boca arriba en el patio. Carecía de cola. Miré sus ojos abiertos como oráculos.

En la biblioteca los libros recibían más humedad que nunca. Entre ochenta y uno y ochenta y cinco por ciento, según marcaba el deshumidificador. Retiré la salmuera de los recipientes dispuestos en el suelo para combatir la humedad. Coloqué los repuestos. Todo aquello parecía ocurrir como en uno de los cuentos de Elena Garro.

Esa misma mañana, en el sur de la isla, el sol del mediodía me había arañado la piel de la espalda mientras, en la azotea del apartamento, contemplaba esta escena: un pájaro bellísimo, dulce como una exhalación del aire, diminuto, daba de comer a una cría casi de su mismo tamaño. Revoloteaba entre las ramas del mismo cactus gigantesco cuyas flores asediaban como locas las abejas. La cría estaba posada al borde de una rama. No dejaba de abrir el pico, con avidez, hasta que su progenitor le traía la comida. Una y otra vez, una y otra vez lo alimentaba sin que pareciera no necesitar nada para sí. En aquel cactus la vida se traspasaba de flores a bocas, de bocas a bocas, de la realidad a la imagen. De la mirada, o de su recuerdo, ahora, a las manos.

El agua que acumula el deshumidificador sirve para regar las plantas. Una se marchitó hace un mes después de varios días de intenso calor. Pero cada vez que voy a la casa la riego como si fuera posible devolverle la vida.

Esa agua, me digo, flota entre los libros, recibe algo sutil de las palabras en ellos encerradas, se empapa de conocimiento, de ficciones, de supercherías y de imágenes, y luego sirve para que las plantas sobrevivan o revivan.

Terminará destruyendo, a la larga, las páginas. Pero, mientras tanto, los libros están a buen recaudo, nadie sabe dónde excepto yo, encerrados bajo cuatro llaves como si fueran objetos de mucho valor. Todos los libros que he leído y todos los que no he leído. Mi vida desmenuzada, encuadernada. La vida no vivida que otros me han regalado. Una vida que me espera allí, como en la torre el prisionero al guardián que lo ha encerrado. La alimento con la misma agua que acabará destruyéndola.

Pero no consigo decir lo que realmente importa. Esa sensación de estar en un lugar fuera del tiempo. No siempre grata, por cierto. Esa imposibilidad de escapar de la niebla, de la más engañosa de las prisiones.

Como si hubiera sido seducido por alguien que no quiere para mí sino exponerme a mi propia desaparición; como si el juego de la seducción hubiera consistido en ofrecerme un espejo en el que verme reducido a una imagen tan borrosa que no podría imaginar ninguna más auténtica; como si mi guardián y yo hubiéramos caído a una sima de la que es imposible escapar y nos entretuviéramos en salpicarnos con la poca agua acumulada en el fondo.

Me encantó estar allí, en el umbral, como si no quisiera seguir mojándome, y apagar las luces de la biblioteca, mientras miraba hacia el portón y veía el coche aparcado en el patio, el pajar enfrente, la casa a la derecha, las huertas de los vecinos a un lado y a otro.

Cruzan el patio, aunque nunca los he visto, espectros de distintas épocas. Uno murió en un país del otro lado del mundo. Otra, su madre, se suicidó en esta casa. Tomó veneno, según supe. Sospecho que hay otros espectros más antiguos. Si afloran en los días de niebla es precisamente para que no los veamos. Ahora, mientras no cierre la puerta de la biblioteca, tienen los libros para perderse en sus páginas de agua.

Nunca pensé que esto sería así. Aún no estoy acostumbrado a la casa. Cada vez que vengo hay plantas nuevas que han crecido en las junturas del cemento. Algunas florecen como si hubieran sido plantadas con fines ornamentales. Un vecino cortó el otro día las del camino de entrada. A mí me gustaba tenerlas allí. Eran como las vigilantes del lugar. Seguirán creciendo y nadie podrá acabar con ellas.

Me llevo la biografía de Joyce por Richard Ellmann. Corro hasta el coche para que no se me moje. En la cubierta, Joyce lee con gafas y una lupa un papel arrugado. La lluvia lo respetará. A través de la niebla, la lupa, las gafas, las lenguas, las ciudades, las palabras, las texturas, los olores y los muelles seguimos siendo personajes suyos. Él nos lleva en su cabeza y nos proporciona el veneno que nos hará morir o delirar.

Me encantó estar aquí, cerrar la llave de paso antes de irme. Pero ¿cómo ponerle puertas al campo o cerrarle el paso al agua? Y, sin embargo, un día todo se secará. Los libros se volverán polvo, ceniza, costras. Ulises se perderá en la niebla y mirará el espectro de su madre --o el vaho del whisky-- como si fuera una mala hierba sin agua para revivir.  

 

 

martes, 20 de febrero de 2024

DUPLICACIONES COTIDIANAS

Lo que lo singulariza, pero él no lo sabe, es la capacidad que tiene para introducirse en un lugar que está viendo desde cierta distancia. Esto ocurre especialmente cuando lleva mucho tiempo encerrado en su casa. Ha estado trajinando con prendas de ropa, artículos de aseo, ingredientes de recetas nuevas o libros, aunque no todos los lee, pues hay libros que no han sido escritos para ser leídos sino para ser olfateados o apenas rozados con las yemas de los dedos, libros que basta contemplar cada día en el mismo lugar de la biblioteca para que confieran cierta sensación de estabilidad que sabe inconscientemente ilusoria pero que le genera la calma que casi nada es capaz de despertar en él. Entonces, tras unas cuantas horas de encierro voluntario, determina abandonar su casa sin un motivo concreto, y sin dejar de pensar que es en casa donde mejor está, pero que, lógicamente, no puede quedarse allí dentro más tiempo del aconsejable, y entonces, entonces, sale a la calle. Y lo primero que ve, pues a algún sitio hay que mirar una vez puesto el pie en la acera, tras pelearse —es un decir— con la manilla de la puerta de entrada, pues, oxidada o envejecida, se resiste a girar, chirría y casi se le queda colgando en la mano —y qué sería una puerta sin su manilla, es decir, sin la herramienta giratoria que permite que tiremos de ella una vez inclinada hacia abajo y retraído el resbalón que la mantenía cerrada—, lo primero que ve al poner el pie en la acera es una tienda a lo lejos, una tienda nueva de muebles de cocina con una cristalera que ocupa toda la fachada y que permite ver el interior como si la tienda formara parte de la calle. Pasea la vista por los muebles de cocina, por esa inmensa cocina artificial compuesta de muchos muebles de distintos colores, formas y tamaños, hasta que ve a una pareja que los atraviesa lentamente, como si estuvieran soñando que caminan por un cementerio de muebles de cocina, como si cada mueble fuese una tumba y cada tumba estuviera allí para convivir con las demás, pues el vacío es insoportable, sobre todo después de haber muerto, y es necesario llenarlo con encimeras, fregaderos, vitrocerámicas y estantes, los atraviesa lentamente también él con una mirada que hubiera activado una especie de zoom y se encontrara ahora a un metro por detrás de la pareja que ya no se ve ni siquiera desde la calle, y él sigue sin moverse del lugar de la acera en que se encuentra, pues esa mirada, esa forma de introducirse en un lugar que está viendo desde cierta distancia le produce una especie de trance. Está allí, ya dentro de la tienda de muebles de cocina, escuchando las explicaciones de un empleado al que todavía no ve, pues se encuentra detrás de una nevera, pero lo oye elogiar la calidad de cada mueble, la eficacia de cada aparato, la necesidad de cada espacio, y la pareja sigue introduciéndose más adentro en la tienda, como si esta no tuviera fin, y él no cree que lo tenga, pues, aunque conoce los límites del edificio en que se encuentra, su percepción ahora es completamente distinta: no está dentro de la tienda, sino incorporado a ella a través de una mirada extática, y las dimensiones de la realidad que transita no son las reales, sino las imaginarias que le permiten estar al mismo tiempo parado en la acera y dentro de la tienda. Si ha conseguido abolir la distancia que separa una de otra, tampoco puede decirse que el tiempo siga siendo como era antes de salir de casa. En primer lugar, no es consciente de la hora que es. Lo era cuando estaba en su dormitorio arreglando su ropa interior o cuando estaba en su despacho leyendo un cuento de Amparo Dávila, pero no ahora que ha salido. Además, tendría que llevar la cuenta de dos tiempos distintos que se entrecruzan pese a haberse bifurcado: el de su permanencia en la acera, de pie, pegado a la pared por si quisiera pasar algún otro viandante; y el de su incorporación a la tienda de muebles de cocina, que coincide más o menos con el de la pareja de novios —o lo que quiera que sean— que visitan la tienda con la intención de comprarse una cocina nueva. Así, vive al menos dos tiempos que pasan a una velocidad distinta, que conducen a distintos futuros y que proceden de muy diversos pasados. Todo esto se da de manera natural en él, y sin que lo sepa de ninguna manera. No se trata de una aventura de la imaginación ni del reflujo de un sueño. No es tampoco una proyección de su deseo ni una alucinación. No es lo que algunos han denominado un viaje astral ni una teletransportación. Su caso es singular porque él está realmente en los dos sitios al mismo tiempo, pero para que eso ocurra tiene que haber una conexión entre su cuerpo y cada lugar, una conexión que se establece mediante la mirada, gracias a una solvencia escópica fuera de lo común, aún no estudiada. No ha probado nunca a intentar interactuar con las personas que lo acompañan en el interior de los lugares que visita de este extraño modo. Está casi seguro de que es invisible para ellos. No tiene muchas dudas de que no podrían ni siquiera oír su voz si llegara a decir algo. Pero no sabe a ciencia cierta si su presencia allí puede percibirse de algún otro modo. Ahora mismo, por ejemplo, ha decidido dejar atrás a la pareja de incautos compradores —la tienda es carísima y ni uno solo de los muebles vale lo que piden por ellos— y se ha adentrado en el interior del negocio, en una especie de trastienda ocupada por muebles de oficina donde unos pocos empleados parecen dedicarse a labores de contabilidad. Más adentro aún hay una serie de habitaciones con productos de recambio. Todavía más allá hay unos baños en un estado bastante deplorable, cuartos de limpieza, grupos electrógenos. Si siguiera penetrando cada vez más adentro no sabe con qué se encontraría. Pero cada vez está más oscuro y en algún momento habrá de regresar. No puede quedarse todo el día en el interior de la tienda, parado en la acera. Así que echa a andar. Ve los árboles del parque. Uno de ellos, de tronco nudoso y raíces que sobresalen como sierpes aterrorizadas, presenta una abertura producida acaso por un rayo. Enfoca su mirada allí. Camina ahora junto a una fila de hormigas. Se dirige con ellas hacia el interior del tronco, bordeando los goterones resecos de resina que son para ellas —y para él— como gruesas venas por las que el árbol obtiene y rezuma vida. Todo un mundo desconocido lo está esperando allí dentro. Y, sin duda, es mucho más interesante que el de los muebles de cocina.

domingo, 18 de febrero de 2024

LA TRANSMISIÓN

Ellos, los sabedores, han incorporado toda la sabiduría que nosotros les confiamos en los tiempos de la transmisión. Por eso nosotros, los subyugados, ya no somos los depositarios de lo que entonces nos caracterizaba como testigos: el haber visto, el haber aprendido, el haber intuido y el haber acudido a las fuentes de la más inconmensurable de las experiencias. A partir del momento en que transmitimos lo que sabíamos a los sabedores, fue como si nos liberáramos de un peso o como si nos vaciáramos de una telaraña que nos reconcomía por dentro. Creíamos o sentimos habernos deshecho de todo un laberinto de visiones, sueños, sensaciones y vivencias que habían hecho de nosotros las únicas personas a quienes se podía acudir para sentirse mínimamente cerca de algo parecido a la verdad. Durante mucho tiempo permanecimos en silencio. Sospechábamos que era en el silencio donde debía desaparecer todo lo que nos asediaba, y que si nos asediaba era porque estaba destinado a desaparecer en el silencio. Pero un día nos dimos cuenta de que, como la baba viscosa de algunos animales que se arrastran por el interior de los troncos de los árboles hasta que al cabo de un tiempo los destruyen, todo lo que sabíamos y no queríamos comunicar, todo lo que nos tragábamos como un alimento que nosotros mismos produjéramos, no terminaba traspasándose al silencio, sino que acababa contaminando el propio silencio hasta que una estridencia insoportable, una especie de grito muy delgado, agudísimo, como el de un ave destrozada por un roedor, o viceversa, se instaló en medio de nuestra mudez. Entonces decidimos abrirnos a quienes venían a buscarnos para saber. Ellos, los sabedores, fueron los primeros visitantes que recibieron de nosotros algo parecido a una palabra, algo que al principio se parecía más a una especie de señal hecha con los ojos, o con las manos, o incluso con otras partes del cuerpo, pues, sumidos como estábamos desde hacía tanto tiempo en el silencio, no nos era posible todavía hablar. Sin embargo, era algo parecido a una palabra porque, aun silenciosa, había una voz ahí que quería decir algo. El sentido de los gestos no lo conocíamos ni siquiera nosotros. De hecho, la primera vez que generamos una cierta transmisión, muy precaria todavía, estábamos dormidos. Nos dijeron después los sabedores, desde la atalaya de su conocimiento traspasado, que en algunos de nosotros se producían temblores, espasmos, muecas que ellos interpretaban como expresiones de espanto o aceptación, de sorpresa o desespero. Más adelante las transacciones se dieron en estado consciente, aunque, más que de conciencia plena, podría hablarse de una especie de letargo, un estado en el que habíamos caído precisamente por la convicción de que el silencio nos estaba resultando dañino. Luchábamos por salir de él como si dormir fuera contraproducente, así que, inmersos en un estado casi catatónico, balbuceábamos como si fuéramos niños que están empezando a hablar, pero en una semiinconciencia que nos resultaba desconocida. No conseguíamos articular sino unas pocas sílabas sueltas, casi inarticuladas, pero los sabedores se sentaban junto a nosotros y anotaban en trozos de papel, o incluso en las palmas de sus manos, lo que creían que estábamos comunicándoles. Así transcurrió todo durante largos meses. Llegó un momento en el que ellos, los sabedores, nos rodeaban, se pasaban día y noche sentados a nuestra cabecera, dándonos agua y suministrándonos la poca comida que necesitábamos para mantenernos. Hasta llegó a suceder que alguno de ellos nos suplantara, fingiera ser uno de nosotros e imitara nuestros atrofiados balbuceos. Nunca se sabrá quién dijo la primera palabra reconocible, la primera frase con algún sentido, si es que alguna lo tuvo alguna vez, pues, en definitiva, lo que nosotros sabíamos no era en realidad apenas comunicable. Ellos, los sabedores, acabaron mezclándose con nosotros hasta el punto de que llegó un momento en que no sabíamos quiénes éramos nosotros y quiénes eran ellos. En cualquier caso, estaban convencidos de que respirando a nuestra vera, cuidándonos, prestándonos atención y escuchándonos cada vez que decíamos algo, iban a recibir lo que consideraban una sabiduría de valor inestimable. A nosotros nos aliviaba, como quien suelta un lastre, que brotaran de nuestras bocas frases que parecían estar conectadas con lo que habíamos vivido en el pasado, pero no estábamos seguros de que esas frases no se debieran más a nuestra propia necesidad de despojarnos de ellas que a la supuesta verdad que debían transmitir. Fue sorprendente la fluidez que llegó a darse en la transmisión de ese aparente conocimiento. Probablemente fue mucho más rápido, y hasta placentero, deshacerse de él que adquirirlo. Nosotros, los subyugados, lo estamos porque no soportábamos ser los depositarios de una verdad que no parecía accesible a nadie y que ni siquiera nosotros estábamos seguros de que fuera realmente una verdad. Por eso, estar ahora subyugados es como un premio por haber resistido durante tanto tiempo la presión de haber llegado a una sabiduría de la que apenas si sabíamos nada. Ellos, los sabedores, se muestran tan celosos y herméticos como lo fuimos nosotros al principio, con la salvedad de que lo que saben no lo saben por sí mismos, sino porque quisieron poseerlo y, de alguna manera, lucharon denodadamente por apropiárselo. Es probable que llegue el momento en que también ellos necesiten desprenderse de todo lo que albergan, aunque ahora parezcan disfrutar de lo que saben y del propio hecho de saberlo. En cambio, lo que nadie sabe es si para entonces habrá alguien que quiera hacerse cargo de ese peso, si habrá alguna posibilidad de transmitirlo, si el lenguaje que nosotros descubrimos para deshacernos de él seguirá existiendo cuando ellos, los sabedores, lo necesiten.

martes, 13 de febrero de 2024

SUNSET

No sabes qué hacer cuando se pone el sol. Has ido intercambiando mensajes de wasap y no te has dado cuenta de que atardecía. Y al llegar a un recodo del paseo, en una especie de mirador curvo, ves a algunos turistas con los móviles levantados en dirección al mar. Claro, es eso, te dices. Es la puesta de sol. Y sacas rápidamente tu móvil y le tomas una foto. De un naranja cegador, el globo ha empezado a hundirse en el horizonte. Sientes que has llegado algo tarde, pero en la fotografía —sólo haces una— se ve bastante bien el horizonte anaranjado, la isla, tímida, a un lado, el sol medio escondido ya del otro lado del mundo, iluminando en su agonía a quienes, desde la tierra, tarde o temprano nos hundiremos como él, pero sin la posibilidad de renacer —hace tiempo que dejaste de creer en esas cosas—. Un único detalle estropea la foto: una franja anaranjada que, como generada por el sol, atraviesa oblicua el cielo y el mar hasta llegar a la playa, cruzando las sombrillas, la arena, las hamacas, algunas personas que en la orilla se recrean contemplando el espectáculo. Parece el haz de luz de una espada láser. Cuando sigues caminando después de enviarle la foto a una persona que la apreciará —y no siempre las ha habido en tu vida, por lo que cada instante es una acción de gracias—, vuelves a mirar el horizonte. Sigue completamente anaranjado y el sol casi se ha hundido ya del todo. Pero lo que más te sorprende es el abismo entre tu percepción y la fotografía. No hay color, como se dice, por mucho que la fotografía sea en color y, se supone, haya sido hecha por una cámara de cierta calidad. Tu percepción no es una imagen quieta, pues miras mientras caminas, vuelves el cuello para contemplar la franja de playa que has dejado atrás y el siguiente recodo, otro mirador, a lo lejos, en el que también parece haber gente parada. Tu percepción es parte del tiempo que te constituye, forma una sola realidad con tu cuerpo, se deposita con suerte en la memoria y acabará siendo —con suerte también— parte del olvido. Y esta puesta de sol —nunca has sido ningún fanático de ellas— acabaría perteneciendo a ese invisible archivo de innumerables imágenes captadas un instante, ese archivo-río que fluye dentro de nosotros y se alimenta a cada milésima de segundo, llenándose, vaciándose, llenándose, vaciándose, como le ocurre al mar ahora mismo, y siempre, sin un solo momento de pausa, pues, lo mismo que el mar no duerme, aunque la noche lo cubra y pareciera entrar en un trance de invisibilidades, los seres humanos, cuando dormimos, soñamos y seguimos alimentando con imágenes esa memoria-archivo-río que lleva el nombre de cada uno de nosotros. Así que miras la fotografía —has decidido no borrarla— y no sabes muy bien qué pensar. Es, en cierto modo, un fraude, una decepción. Es también un testimonio falso, una especie de perjurio fruto de la desesperación. Se parece, lo piensas después, a ese pueblo para turistas, lleno de tiendas y restaurantes, que visitas como un turista más, imitaciones de casas tradicionales, con sus patios en el centro de los cuales destaca una fuente, y una capilla con su techo artesonado de madera y sus pilares de tosca. Del lugar donde debería estar el altar sale un camarero con sendos platos en la mano. Tiene aspecto de sacristán. Le preguntas, por preguntarle algo, si la construcción es original y ha sido restaurada, aunque ya conoces la respuesta. No, dice sin detenerse, es una imitación. En las capillas laterales hay mesas, todo impecable, pulcro, como si siempre hubiera estado ahí. El camarero-sacristán ha desaparecido entre las mesas de fuera, donde, con vistas al crepúsculo o a lo que queda de él, cenan mientras susurran en lenguas que no identificas los muñidores de toda esta prosperidad destinada a unos pocos. Porque, te preguntas, ¿quiénes reciben los beneficios de todos estos negocios, quiénes han invertido aquí, quiénes han podido levantar estas imitaciones en primera línea de costa para ofrecer gato por liebre en platos de aparente virtuosismo gastronómico servidos por camareros que antes fueron sacristanes, o cabreros, o médicos? Un día, pronto, no será necesario sacar fotografías del atardecer, y mucho menos si va a atravesarlas el haz de un sable láser, pues habrá medios mucho más eficaces para simular el más bello de los ocasos. Las construcciones serán un día todas imitaciones de las que alguna vez hubo y nadie recordará. Nuestra memoria será un río cada vez más seco, un archivo cada vez más desordenado, un mar cada vez más muerto. E incluso las propias puestas de sol no serán de verdad, sino simulacros, imitaciones, fraudes.  

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